La señora Carmen caminó kilómetros, cruzó fronteras, ríos, montañas. Sobrevivió desiertos, noches frías, ríos y hasta tormentas.
Su destino era una tierra mezquina. Ella empezó aquel viaje sin expectativas, sin dinero, y sin sueños. Su única meta era trabajar. Trabajar día y noche, lo que fuese necesario con el único objetivo de mandar dinero a sus hijos, hijas, nietos. A toda su familia. Esa nueva tierra, lejana, fría y despiadada, la esperaba con ansias de explotar toda esa fuerza que la caracteriza. Aquella fuerza que fue acumulando con los años a lo largo de su vida. Desde su infancia, cuando a los 10 años tuvo que arrancar de su padre que la golpeaba. Cuando a los 12 empezó a trabajar para ayudar a su familia. Cuando a los 15 años tuvo que dejar de estudiar, y cuando su adolescencia le fue arrancada a los 17 años, cuando se tuvo que casar, con un marido maltratador y cuando tuvo su primer hijo a los 18 años.
La señora Carmen se levanta todos los días a las 6 de la mañana. Tiene que estar lista a las 7, la viene a buscar una camioneta que lleva otras mujeres como ella, que han atravesado mares desde Latinoamérica y otras partes del mundo para llevar el pan de cada día a sus hogares en sus países de origen. Los días de invierno son los más difíciles para la señora Carmen. El frío que cala hasta los huesos, le llega hasta el corazón y le abre puertas que le traen recuerdos que preferiría mantener enterrados, empolvados en lo más profundo de su corazón. En el trayecto hasta su trabajo, se queda mirando por la ventana, recordando su tierra querida, sus olores y comidas que la llevan a otro viaje. Ese de la nostalgia por querer volver, ¿algún día, tal vez? ¿Volveré? Preguntas que se quedan atrapadas en sus recuerdos y se hacen humo cuando el camión frena bruscamente. Vuelve a recordar donde está su presente, está en aquella casa enorme que debe limpiar hasta que sus manos queden cansadas de sacudir el polvo de la familia que vive ahí. Una familia que desconoce la historia de la Señora Carmen, que vive en su mundo de lujos y privilegios.

Y así, transcurre el día de la señora Carmen, entre casa y casa, entre quedarse encandilada por tanto brillo y luces de aquellas mansiones. De esa vida ella nunca sabrá, de esas cenas lujosas con manjares ella nunca se enterara. Esa vida es de otros, no de ella, sabe su lugar en mundo, nació pobre y pobre morirá. Pero la señora Carmen no se deprime, su fuerza es infinita, ni ella sabe sus límites y la energía que lleva por dentro de su cuerpo. Limpia con alegría, escuchando canciones de su querido Juan Gabriel. Y cuando termina, se prepara para ir a su otro trabajo. El camión la trae de vuelta a su casa. Se cambia rápidamente y emprende camino a su otro trabajo. Se va a limpiar platos en un restaurante.
El día de la señora Carmen termina a las 10 de la noche. Cuando llega a su casa cansada y con hambre. En aquella casa que debe compartir con otros inmigrantes, que viven sus días como ella, entre dos trabajos, entre recuerdos y nostalgia.
La señora Carmen es una mujer latina, guerrera y luchadora. Su fuerza no la dejará tumbar, y seguirá trabajando todos los días para mandar ese dinero que en su esperanza les traerá nuevas oportunidades a sus hijos, hijas, y nietos. Aquellas oportunidades que no tuvo y que nunca va a tener. Pero su familia sí. Porque la Señora Carmen no dejará de luchar hasta ver a sus hijos, hijas y nietos felices, con estudios y realizados en la vida.
La señora Carmen es todas las mujeres inmigrantes del mundo, que llegan a un país rico para cambiar el destino de sus familias en sus propios países y no el de ellas.